Puede que sea demasiado orgullosa para admitirlo. Después de
todo el daño que me has hecho no es algo que me puedas reprochar, porque te
debo a ti el miedo. La inseguridad. Las lágrimas. Te debo la sensación de que
mis sentimientos son mi mayor debilidad, mi talón de Aquiles, eso que debo
preservar y esconder bajo millones de kilómetros de hielo, enfundados en un
órgano que late por momentos, cuando encuentra un hueco entre tanto invierno.
Te faltan recuerdos por llevarte, no los quiero. Son
mentiras, como todo lo que fuiste tú. Te enviaré los besos, los abrazos y cada
instante en el que nos quemábamos con las manos. Los cumpleaños, los te quieros
y el dibujo. Romperé, convertiré en trizas todo lo que me haga temblarte. Te
borraré. O pintaré encima del desastre que dejaste. No esperes, no mires atrás,
no se te ocurra volver a buscarme, ni a nombrarme como si yo fuera algo que
alguna vez te has ganado tener. ¡Cobarde!
Odiaré inmensamente
cada canción que me hable de ti, o a cualquiera que vuelva a llamarme enana. Y
las noches en vela. Tú, con ella. Yo, contigo siempre estuve en segunda
persona.
Te debo este vacío. Insomnios aferrados a mi almohada.
Ojeras, cansancio, pesadillas. Me debes
entre otras tantas cosas, el olvido.
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