Mis dedos se entrelazaban entre los suyos tímidamente,
extraños aunque cómodos, con la dulzura y el miedo de quien siente su sueño
agarrado a él. Después de aquel fin de semana lleno de cosas inexplicables, de
monstruos reales acechándonos mientras nos defendíamos a muerte del terror a
perdernos entre la multitud, llegamos a ese día con sabor a interrogación.
Las palabras no salían de mi boca quizá, por si romper el
silencio significaba estropear ese instante, o por temor, a que se desvaneciera
y termine despertándome una alarma gastada ya de quebrar sueños.
Intentaría describir como las hojas de los árboles caían
sobre nosotros, aunque es posible que la atención que centraba en eso fuera demasiado
difusa y descompensada.
Cual cuerda ahogándome sin piedad sentía la despedida en mi
pecho.
Respírame otro instante.
Agridulce. Amargo. Gris.
No sé si el autobús realmente tardó tan poco o fue él el que
paró mí tiempo. Me tenía que ir lejos, llamándose así cualquier distancia que
me impidiera estar a menos de 2 cm de su cuerpo.
Te quiero y un beso.
“Yo también”- susurré sin saber que ese sería el último te
quiero que le diría.
Sin fin. Afinado. Roto,
Tenía que habérselo dicho de verdad, con MAYÚSCULAS, sinespacios, sin aliento. Ojalá hubiera podido grabárselo más veces en la piel a besos, como a él y a mí nos gustaba,
a fuego lento.
Me fui en aquel autobús, mas nunca entendí: por más que
intenté seguir agarrada a su mano, él prefirió soltarme.
Eran alrededor de las 6 de la tarde
y hacía frío.